1ª Parte : El respeto a la propia necesidad.
Un límite es una línea real o imaginaria que separa dos cosas, una frontera, un tope. Así lo podemos definir en lo material (una valla, una frontera, una señal de peligro) y también en el campo emocional y relacional.
El tema de poner límites es más complejo de lo que en inicio parece. “No es tan complicado, solo hay que decir que no o decir basta”. Pues no, no es tan fácil. En el complicado mundo de las relaciones, establecer límites nos confronta con nosotros mismos y con los demás. Si no escuchamos la propia necesidad a veces nos pasamos poniéndolos, o los ponemos muy lejos (con lo cual nos aislamos) o son demasiado rígidos, o no los dejamos claros y con ello provocamos confusión o directamente no los ponemos o….Si nos relacionamos constantemente estamos poniendo, quitando, cambiando y moviendo límites en nosotros mismos y con quien nos relacionamos.
Los primeros límites se nos empiezan a poner en la más tierna infancia cuando se nos dice “no”. Cuando nuestros padres o educadores nos ponen un límite y no nos permiten hacer alguna cosa (aparte de fastidiarnos enormemente) están formando nuestra personalidad. Cuando al niño se le pone un límite se establecen las bases para que entienda que él no es omnipotente, que no lo es todo ni lo puede tener o hacer todo. Al poner un límite al niño, la persona que se lo pone le está diciendo “yo también existo”, es decir, hay más cosas aparte de ti. En la educación de un hijo poner límites puede significar en un acto de amor y cuidado (que la gran mayoría de veces requiere de aplomo, perseverancia y resistencia a los más que probables lamentos o lloros del pequeño) ya que se van asentando las bases para que el niño pueda sostener la frustración. Los límites son una guía donde el niño se sustenta y, con ellos, se le está enseñando a “ver al otro” y a través de ello desarrollar la empatía. Pero este no va a ser un post sobre la importancia de los límites en la infancia, sino que quiere tratar de cómo nos afecta a los adultos.
Antes de poner un límite
En primer lugar poner un límite nos exige un trabajo previo de “darnos cuenta”. Es complicado que digamos basta, digamos no o esto me molesta de una manera que nos haga bien si no hemos tenido en cuenta nuestras propias necesidades; si no sabemos qué es lo que nos perjudica, nos hace daño o nos disgusta o, en el lado contrario; qué es lo que queremos, cómo lo queremos, que nos agrada, qué nos hace bien, qué cosas nos alegran…
En este primer punto ya empiezan a aparecer los problemas. Un gran número de personas llegan a la edad adulta con muy poca atención a sus propias necesidades. Son (somos, me incluyo en este grupo) personas que han asumido por uno u otro motivo que sus necesidades o emociones no son demasiado importantes, personas que dudamos de lo que sentimos o incluso que podemos llegar a pensar que lo que sentimos o necesitamos no es bueno. Estas maneras de hacer son mucho más habituales de lo que en principio podríamos pensar. Es en la infancia, hasta los 8 o 10 años que se fijan estas creencias. Son el resultado actitudes continuadas sobre el niño, que deja una huella dependiendo de la intensidad con la que se den (pueden ir desde actitudes paternas sutiles a comportamientos agresivos y degradantes).
Pondré unos ejemplos: Es difícil que un niño aprenda a valorar y a percibir sus necesidades si ha sido educado en la exigencia y en lo que “debería ser” más que en lo que realmente el niño “es” o necesita.
También es difícil que el niño confíe en lo que siente si ha habido una tendencia a exigirle siempre más y se ha tendido a remarcar los errores y lo mal que hace las cosas, si las expectativas de los padres han sido desmesuradas, si nunca ha recibido un feedback positivo cuando ha hecho bien las cosas, si ha sentido que no se le ha apoyado desarrollará una sensación de duda ante las propias capacidades y tenderá en muchos casos a buscar la confirmación externa más que a fiarse de su propio criterio.
Existen también muchos niños a los cuales se les ha dado a entender (o incluso en algunos casos, se les ha dicho abierta y sistemáticamente) que son tontos, no saben o son incapaces de hacer las cosas bien y/o que lo que sienten carece de valor. En este caso es bastante evidente que duden de sus propias capacidades.
Si estamos en alguno de los anteriores casos; si por el motivo que sea desconfiamos o no sabemos bien lo que queremos, es importante que podamos atrevernos a ir descubriendo qué necesitamos y qué nos hace daño. En el trabajo con terapia siempre considero que la propia persona es el termómetro de lo que necesita. Es importante que la persona tome cierta distancia cuando esté en una situación en la que tenga que poner un límite (distancia física y/o simplemente tomarse algo de tiempo para decidir) y pueda valorar si quiere o no quiere algo, si le gusta o no y, sobre todo que poco a poco se vaya arriesgando a confiar en que lo que siente o necesita está bien, que lo que siente es digno de ser experimentado. Nuestra vida tiene sentido en cuanto la vivimos como nos gusta vivirla, no como a otros les gustaría que fuera.