Sobre la Vulnerabilidad

Vulnerable. (Del lat. vulnerabĭlis).

1.   adj. Que puede ser herido o recibir lesión, física o moralmente.

Y llega el día en que en una sesión de terapia surge el tema de la vulnerabilidad y cómo nos relacionamos con ella, qué nos despierta, qué significado adquiere para nosotros.

En muchos casos (y casi siempre por parte del sector masculino) la respuesta es una cara de susto o disgusto. E inmediatamente contestamos que nos parece, como poco, desagradable, que nos asusta, que nos disgusta tenerla aunque sea inevitable o, en algunos casos, que no tenemos de eso.

Vulnerabilidad  nos suena a debilidad, fragilidad. Es un estado que inmediatamente nos contacta con el miedo; sobre todo a los que poseemos caracteres controladores u orientados a la acción.

En nuestra sociedad estamos educados en la protección de nuestra individualidad. El mundo es agresivo y hostil, así pues abrirnos emocionalmente a los otros nos enfrenta a la posibilidad de que nos hagan daño y de movernos en un espacio incómodo donde no podemos controlar lo que ocurrirá.

La posibilidad de reconocer qué circunstancias o situaciones nos hacen vulnerables  también nos enfrenta a la idea de fracaso en los que vamos (me incluyo) por la vida de “Juan Palomo”; los de “yo puedo con todo”. En este caso aceptar que somos vulnerables nos enfrenta a que “quizás” necesitemos ayuda de los demás, que no somos tan independientes como nos creemos, tan fuertes o invulnerables como nos gustaría ser.

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¿Y ahora qué.. ?

Toda persona que inicia un proceso terapéutico lo hace llevada por un motivo diferente. Generalmente nos ha costado bastante tomar esa decisión y la hemos ido postponiendo día tras día,  intentando convencernos de diferentes formas de que “no estoy tan mal” o de que “no tengo tiempo” o “si yo hablo con mis amigos y no lo necesito…” Hasta que la sensación de no poder mas, de que algo que nos impide avanzar y no sabemos cómo continuar se manifiesta en toda su magnitud y nos obliga a dar ese paso.

Como la mayoría de terapeutas mi primer contacto con la terapia fue como paciente. Todo comenzó hace veinte años: me despertaba en medio de la noche con la sensación de que me iba a morir en ese mismo instante, aterrado, con la sensación de que el aire no llegaba a mis pulmones. Todo mi ser se esforzaba en respirar, en volver a tomar aire (cosa que ocurría casi inmediatamente, aunque a mi me pareciera una verdadera eternidad). Después de tres o cuatro respiraciones profundas me convencía de que no me iba a morir en ese momento, pero el estado de terror continuaba durante unos minutos. Un poco de agua, una visita al lavabo y, gradualmente, la respiración volvía a la normalidad y el miedo disminuía. Al mismo tiempo la somnolencia volvía a aparecer y me avisaba que eran las tres o las cuatro de la mañana. Volvía a la cama y pensaba: “debe de haber sido un mal sueño”. Y ahí lo dejaba todo.

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