Desde el momento que somos lanzados y lanzadas a la aventura de la vida, camina junto a nuestro lado un compañero inseparable que, de tan acostumbrados que estamos a su presencia, hasta olvidamos que está ahí. Nacemos, crecemos, evolucionamos, nos relacionamos y morimos junto a ese acompañante fiel; el miedo.
Y, claro, como todo compañía, es de suma importancia cómo nos relacionamos con ella. Qué relación establecemos con esa emoción: ¿Nos dejamos aconsejar por ella? ¿La evitamos? ¿La ignoramos? ¿La llevamos como una pesada carga? ¿La ocultamos a los demás? ¿Nos avergonzamos de ella? ¿La negamos? ¿Nos paraliza? ¿Nos limita?
El miedo es una de las cuatro emociones básicas junto con la alegría, tristeza y la rabia.. Su función principal es la de avisarnos de situación que conlleva un riesgo para nuestra integridad. Que tengamos en cuenta que podemos sufrir daños. Esa es su función biológica; la de mostrarnos el peligro y darnos la posibilidad de escapar, atacar o defendernos. Por tanto el miedo tiene una función adaptativa, de protección del individuo y de la especie. Valoramos el peligro y reaccionamos en función de lo que es mejor para nuestra supervivencia.
Si la cosa sólo fuera ésta, aquí acabaría el post y a otra cosa, ya hemos definido el miedo, es algo muy útil para nosotros y hasta la próxima entrada del blog. La realidad es otra. Todas nuestras relaciones, todos nuestros actos van irremediablemente unidos a una emoción (o a varias a la vez), por lo que el miedo aparece en la mayoría de situaciones de interacción con “el otro” o en muchísimas situaciones en las que proyectamos o pensamos lo que vamos/tenemos que hacer o en las decisiones que vamos/tenemos que tomar. El miedo (o su ausencia) tiñen de alguna manera casi todas las acciones de nuestro hacer diario.
El miedo, como hemos visto antes, tiene una parte biológica y, también tiene una parte aprendida o modulada. Es en la infancia cuando sintiendo miedo en alguna situación y ante la respuesta de los padres (o figuras paternas) que aprendemos a manejar esta emoción de una determinada manera. Un niño o una niña que se siente protegido/a y seguro/a no identificará y gestionará el miedo de la misma manera que uno que uno/a que son sus propios padres la fuente de de ese miedo (agresiones, disputas en la ruptura de pareja, utilización del/la pequeño/a como una pieza de cambio en las peleas de los padres…). No se aprenderá a gestionar la emoción de la misma manera cuando es tratada con normalidad y comprensión a cuando se le dice al pequeño/a “no tienes que sentir miedo” o “no es de hombres”. Esto son sólo dos de los cientos de ejemplos de cómo el miedo es tratado dentro del núcleo familiar; cada familia es un mundo, cada niñø aprende lo que está bien o mal, lo que puede o no puede hacer dentro de su familia, dentro de su aprendizaje.
Todo lo anterior (la biología y el aprendizaje de la gestión de la emoción) hace que cuando llegamos a adultos, el “cómo” gestionemos el miedo no se diferencie mucho de cómo lo aprendimos a gestionar de niños. La mayoría, con el paso de los años, utilizamos las mismas estrategias que aprendimos de pequeñøs y las continuamos aplicando al mundo “de los adultos”. En muchísimos casos (siendo generosos) somos niñøs asustadøs atrapadøs en cuerpos de adultos, intentando que no se nos note.
Y vamos por el mundo escondiéndonos de la confrontación para evitar que nos hagan daño, o no dejando de hacer cosas temiendo el resultado, o no dejando un momento de silencio, o encabalgando parejas para no sentir la soledad, o asustando y amedrentando a los/las demás para demostrarnos que no tenemos miedo.
No es necesario que aparezca un tigre que nos devore para sentir miedo. Muchísimas situaciones lo generan; una cucaracha andando por el suelo generará desagrado, asco y… miedo (en una pequeña proporción). Una confrontación con un superior para pedirle un aumento de sueldo o una reducción horaria generará un miedo al conflicto, o a la posibilidad de perder el trabajo. El miedo tiene toda una graduación: desde las sensaciones de desagrado o pereza, hasta el terror o el pánico más extremo. Entre uno y otro hay una línea de casi infinitos matices. El problema es que como socialmente está mal visto tener miedo y, sólo identificamos como miedo situaciones extremas. La realidad es que está mucho más presente de lo que nos gustaría.
Tenemos miedo a fallar, a hacerlo mal, a no actuar de manera correcta, a no ser suficientemente buenos/as, a que nos hieran emocionalmente, a que nos dejen, nos critiquen, a no saber lo suficiente, a que nos comparen y perdamos en la comparación, a que no nos vean, miedo al silencio, a hacer daño, a que no se nos entienda, a que nos abandonen, a perder, a no ser suficientemente algo (masculinøs, femeninøs, listøs, durøs, divertidøs, inteligentes, sabiøs, …), miedo a perder el control, a ser malas personas, a que nos rechacen, miedo a la soledad, a la muerte y, seguramente, a decenas de cosas más que en este momento no se me ocurren.
Si la gestión de ese miedo no nos supone ninguna dificultad en nuestro día a día, no hay ningún problema. El problema surge cuando ese miedo nos coloca en una situación de dificultad, cuando no deja que seamos nosotros/as mismos/as y nos a atenaza, nos paraliza y bloquea. Es aquí donde es importante la intervención terapéutica. Y eso… lo dejamos para el siguiente post.
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