Toda persona que inicia un proceso terapéutico lo hace llevada por un motivo diferente. Generalmente nos ha costado bastante tomar esa decisión y la hemos ido postponiendo día tras día, intentando convencernos de diferentes formas de que “no estoy tan mal” o de que “no tengo tiempo” o “si yo hablo con mis amigos y no lo necesito…” Hasta que la sensación de no poder mas, de que algo que nos impide avanzar y no sabemos cómo continuar se manifiesta en toda su magnitud y nos obliga a dar ese paso.
Como la mayoría de terapeutas mi primer contacto con la terapia fue como paciente. Todo comenzó hace veinte años: me despertaba en medio de la noche con la sensación de que me iba a morir en ese mismo instante, aterrado, con la sensación de que el aire no llegaba a mis pulmones. Todo mi ser se esforzaba en respirar, en volver a tomar aire (cosa que ocurría casi inmediatamente, aunque a mi me pareciera una verdadera eternidad). Después de tres o cuatro respiraciones profundas me convencía de que no me iba a morir en ese momento, pero el estado de terror continuaba durante unos minutos. Un poco de agua, una visita al lavabo y, gradualmente, la respiración volvía a la normalidad y el miedo disminuía. Al mismo tiempo la somnolencia volvía a aparecer y me avisaba que eran las tres o las cuatro de la mañana. Volvía a la cama y pensaba: “debe de haber sido un mal sueño”. Y ahí lo dejaba todo.